[vc_row][vc_column][vc_column_text]“Me suena a chino” en España quiere decir que “no entiendo nada de lo que dices”, eso me recuerda una experiencia que tuve en mi primer viaje a China cuando visité una aldea rural donde nadie hablaba inglés y mucho menos español. Pero lo curioso fue que comunicarse con señas con los pueblerinos era más fácil que con el chófer del autobús todo y que él hablaba inglés ¿por qué? Porque el conductor del transporte público no tenía permitido dejar a ningún turista occidental en medio de la carretera, entre la parada de origen y la de llegada. Me costó convencerle muchísimo que me dejara en un camino cualquiera que me llevara a una aldea china dónde pudiera sentir una atmósfera “real” de ese país fuera de las megalópolis de hormigón, cristal y neón que había visitado hasta entonces.
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Una vez en la cuneta de la carretera me dirigí por un camino estrecho, al que no se le veía el final, colina hacia arriba. Llevaba un buen trecho hecho cuando un todo-terreno de un campesino local paró a pocos metros delante de mí y me invitó a subir. En apenas diez minutos me dejaba en la entrada de mi meta: un pueblo rural. En esos diez minutos de viaje mantuvimos una conversación que, aunque en un principio hubieran parecido dos monólogos paralelos, fue un acto de comunicación sin lugar a dudas porque podía percibir lo importante: el lugar adónde iba era seguro, era bonito, pequeño, rural y algún dato más que realmente me confirmaba que le podía entender todo y no hablando nada de mandarín y, quiero creer que algo de mi mensaje llegó a su raciocinio también.
Así llegué al poblado y ni que decir que la sorpresa en el rostro nos invadía a todos. A mí, porque estaba en un pueblo de barro y piedra, con calles sin urbanizar, pocas tiendas (ninguna de “souvenirs” por supuesto) y en el rostro de los locales, porque entre su pequeño pueblo olvidado de todo, caminaba un occidental de pelo largo, alto y con unos ojos que “grababan” cada centímetro de su villa.
Muy rápidamente empecé a interactuar con ellos, por supuesto, primero con los seres más curiosos y libres de complejos: los niños y eso, además de gratificante y hermoso, es una antesala a habar con sus padres y abuelos.
La realidad es que en poco tiempo conseguí un lugar para dormir, para comer y una información precisa de cómo llegar a mi objetivo: alcanzar el punto más alto de la zona para ver los arrozales con los colores del atardecer.
En casa de una familia, que solía hospedar a familiares de los lugareños cuando recibían visita, conseguí un trato para pasar esa noche y la del día siguiente. Pude notar que pasar más de 2 noches en ese pueblo, podría ocasionarme problemas si me viera la policía que, de tanto en tanto, pasaba por allí. La realidad es que volvería a “arriesgarme” por volver a sentir tanta tranquilidad, aire fresco y sensación de tiempo estancado, ya que venía de muchos días de todo lo contrario: aire sucio, ciudades estresantes y la sensación de que la gente siempre iba tarde.
Pude escuchar pájaros e insectos que nunca había escuchado antes, flores y árboles y paisajes infinitos, únicos; campos de cultivo comparables a las llanuras del centro de EE.UU., pero no llanos, sino peinando colinas y, sobre todo, tuve la satisfacción de poder comunicarme con gestos, fotos, miradas, sonrisas y silencios con artesanos locales, vecinos curiosos y muy hospitalarios.
Por supuesto, no todo fue fluido, cada acción llevaba su tiempo, muy abundante en esa zona, y a veces con resultados inesperados… como por ejemplo cuando pedí algo de comer tradicional de la zona y me sirvieron una ración de escorpiones… que ¿sabes? No estaban mal, sin duda mucho más apetitosos y nutritivos que las patatas fritas de los comercios de comida rápida.
Estudiemos idiomas, curioseemos con la cultura que lo rodea, pero nunca nos alejemos del propósito original de un idioma: la comunicación.
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