[vc_row][vc_column][vc_column_text]Cuando estaba conociendo el país de Lao, un día antes de visitar las Cataratas Li Phi, coincidía que en un hostal de mala muerte, el vigilante nocturno, era un apasionado del fútbol y esa misma noche, España jugaba la final de un torneo importante. Me convenció con señas para ver el partido juntos a lo que acepté de buen agrado. El problema es que que no teníamos ninguna lengua en común para comunicarnos, y por eso decidí usar el traductor de Google para que pudiéramos comunicarnos durante la retransmisión del partido de fútbol.
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¿Fue un éxito? Bueno, en lo deportivo sí, porque España ganó el partido y quedó campeona del torneo, pero en lo que respecta a nuestra comunicación no llegó a producirse como hubiéramos querido. El traductor no era una herramienta exitosa y al final, como al principio, los ojos y gestos eran más exitosos que los resultados de la traducción automática que solo fue efectiva en frases muy cortas y palabras sueltas. Nuestra fluidez oral comunicativa no existió pero las sonrisas, abrazos y miradas nos permitieron decirnos lo feliz que estábamos de estar viviendo ese momento juntos.
Los traductores automáticos, las aplicaciones de traducción y demás recursos tecnológicos habidos y por haber son unas herramientas tan útiles como un teléfono inteligente, una calculadora o cualquier dispositivo que haga cómoda, rápida y sencilla nuestra vida.
¿Desde cuando no memorizas un número de teléfono? ¿Te acuerdas de multiplicar o dividir por 2, 3 o más cifras? Este tipo de “trabajo” ha quedado relegado al pasado. Ahora empleamos la memoria no en memorizar cifras o vocabulario, ahora empleamos la capacidad retentiva en recordar cómo usar estas aplicaciones.
En un viaje por la Mongolia rural dónde nadie hablase más que su propio dialecto, este tipo de máquinas nos salvarían… eso creo, porque ya que apuestas todo lo que tienes a la fiabilidad de un aparato, corremos el riesgo de que este artilugio conozca la variante del idioma o dialecto que la otra persona habla, el vocabulario específico (como sabes, la comida puede tener diferentes nombres en un mismo país, pues imagínate en idiomas multinacionales), que la otra persona tenga una fonética clara, que no tenga prisa y otro mucho factores decisivos.
Es verdad que son gratis o económicos, rápidos y discretos. Puedes tener un texto traducido en segundos y a un coste cero… pero sin duda, ese texto a traducir no debería tener un final académico o profesional… y ni te cuento literario: en el que los modismos, la ambigüedad y el doble sentido que le quiera dar el autor, se perdería en el proceso de traducción y que en ese caso, su uso puede ser igual que cruzar las Cataratas del Niágara como un funambulista.
Supongo que hay situaciones para todo y nadie duda de la evidencia de que la era digital nos hace la vida más cómoda. Yo, hablo por mí, empezaré a aceptar a estos traductores como intermediarios válidos entre un foráneo y yo, a partir del momento que vea que los bebés usan estas máquinas para comunicarse con sus padres… ummm ¡Mejor Antonio calla y no des ideas![/vc_column_text][vc_empty_space height=”17″][/vc_column][/vc_row]